En su infancia, Leo Lionni fue un gran admirador de los animales, sobre todo reptiles, que acogía en un terrario con paredes de vidrio, acondicionado con arena, piedras, helechos y musgo. De esta afición surgirían, con el tiempo, relatos como el del caracol que ansiaba tener una casa más llamativa que la de ningún otro congénere; una metáfora más sobre la vida, la prudencia, el sentido práctico de las cosas, la humildad y la sencillez frente a la arrogancia y la superficialidad.